Lazarillo . Tratado II
A cabo de tres semanas que estuve con él, vine a tanta flaqueza, que no me podía tener en las piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura si Dios y mi saber no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo[1], por no tener en qué dalle salto. Y aunque algo hubiera, no podía cegarle, como hacía al que Dios perdone, si de aquella calabazada feneció. Que todavía, aunque astuto, con faltarle aquel preciado sentido, no me sentía; mas estotro, ninguno hay que tan aguda vista tuviese como él tenía.
Cuando al ofertorio[2] estábamos, ninguna blanca[3]en la concha caía que no era de él registrada. El un ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el casco como si fueran de azogue[4]. Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta. Y cuando el ofrecer, luego me quitaba la concheta y la ponía sobre el altar.
No era yo señor de asirle una blanca todo el tiempo que con él viví, o por mejor decir, morí. De la taberna nunca le traje una blanca de vino; mas aquel poco que de la ofrenda había metido en su arcaz[5] compasaba de tal forma que le turaba[6] toda la semana.
Y por ocultar su gran mezquindad, decíame:
–Mira, mozo: los sacerdotes han de ser muy templados[7] en su comer y beber, y por esto yo no me desmando como otros.
Mas el lacerado[8] mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios[9] que rezamos, a costa ajena comía como lobo y bebía más que un saludador.
Y porque dije mortuorios, Dios me perdone, que jamás fue enemigo de la naturaleza humana sino entonces. Y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento a los enfermos, especialmente en la Extremaunción, como manda el clérigo rezar a los que están allí, yo cierto no era el postrero de la oración, y con todo mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que le echase a la parte que más servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo.
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